Este relato es cortesía de nuestra compañera de montaña y amiga Martha Gómez.
Intentaré plasmar de forma resumida, algunas líneas de mi “inexperiencia” (memorias de un comentario) en montañas mexicanas.
Diez de enero de dos mil diecisiete, ya con mi mochila preparada, lista para emprender vuelo el día siguiente.
Amigo: ¿Lista?
Yo: Sabe, creo que tengo un problema, no veo esto que hago como un deporte.
Amigo: ¿Cómo lo ve?
Yo: Pues algo más así como una forma de relajarme, fluir, volar la imaginación… lo que para otros implicaría ir a la playa.
Amigo: No deje de verlo así.
Desde el principio todo fue una tremenda aventura, llegando a México, pernocté en un graderío del aeropuerto, mientras se hacía la hora de que llegaran por nosotros. Una vez en aquel ambiente, me transporté hacia mil y un paisajes de montañas, lista o no, intentaría aprovechar al máximo mi estadía en el país azteca.
Está de más determinar las características de cada montaña visitada, las cuales, dependiendo de quien realice la tarea, varearán conforme a su conocimiento, preparación, experiencia y hasta percepción, en mi caso, sería algo más apegado a lo fantasioso, por eso me abstengo de realizar cualquier relato característico de las mismas.
Somos un equipo conformado por cinco personas, dos salvadoreños y tres guatemaltecos, incluyendo el guía, persona con vasta experiencia y conocimiento en cuanto a montañismo / alpinismo se refiere. Para la primera travesía, encaminada a visitar el Nevado de Toluca (4680 msnm), se nos unen cuatro amigos mexicanos, quienes gustosamente comparten con nosotros la aventura, en la que apreciando dos lagunas (la de la luna y la del sol) caminamos hasta llegar al “Pico el Águila”. La magia de montaña empezaba su tarea bifásica de carcomer y regenerar mi corazón.
A descansar esa noche, al siguiente día hay que salir muy temprano para enrumbarnos hacia el Iztaccíhuatl (Mujer blanca / mujer dormida) los cinco extranjeros en tierra azteca, más dos locales, de los cuales, solo uno nos acompañaría durante todo el recorrido. Mi corazón se acelera, mis ojos se iluminan, que montaña tan grande, mi piel se eriza, no sé si es debido al frío o la emoción, posiblemente una fusión de ambas sensaciones. El día de llegada, dormimos en el refugio, hasta el día siguiente empezaría la caminata respectiva hacia el segundo refugio y así contribuir a que nuestro cuerpo se vaya adaptando a ciertos cambios, eso que llaman aclimatación.
Qué contar del recorrido que nos llevaría al refugio situado a 4720 msnm, si mi vista buscaba posarse más allá de las altas rocas que impedían ver por momentos el horizonte, mi alma se sacude y se desprende de mi razón, coloreando el paisaje de los más psicodélicos colores. Ahí voy, caminando, encontrando una variedad de personas a mi paso, unos van, otros regresan; en los puntos de descanso aprovecho a capturar imágenes con mi teléfono celular, las cuales distan mucho de lo que va quedando plasmado en mi memoria.
Llegamos al refugio, esperamos que algunas personas que partirían ese día desocupen algunos lugares y así empezar a ubicar nuestras cosas y acomodarnos; la historia de un señor resonó en mi cabeza, perdió a su esposa en una expedición, una piedra la golpeó y la arrastró, él se encontraba a su lado, pero solo a ella se le cerraron los ojos para siempre ¿Cuántas historias esconderán las montañas? me pregunto, sabiendo que son una infinidad. Cenamos y procedimos a descansar.
A la mañana siguiente nos preparamos para ir a la parte más alta del Izta, a cinco mil doscientos ochenta y seis metros sobre el nivel del mar. Lección, escucha tu corazón sin apagar el sonido de la razón y no permitas que otros obstaculicen tu avance. Vi un amanecer precioso desde un lugar que no imaginé existía, el color del sol se vistió de oro.
Termina el día, nos dirigimos hacia nuestro siguiente destino, el Pico de Orizaba (Citlaltépetl, cuyo punto más alto alcanza los 5610 msnm); por la hora y la distancia, debemos quedarnos en Amecameca, un colonial municipio que se reconoce como la capital del alpinismo mexicano, pintoresco y lleno de mucho comercio.
¿Nerviosa? Un poco, nunca he estado a niveles tan altos, pero no pretendo demostrar nada, así que mis ojos verán hasta donde se les permita, aunque mi imaginación se encargará de rebasar esos límites. Casi llegamos a la zona en la que acamparíamos y se nos hace necesario hacer uso de los crampones, nunca he utilizado esos extraños aparatos adaptados a mis botas, pero he de aprender, así que, a practicar. Montamos el campamento, procedemos a cenar, el guía muy gentilmente prepara la cena, sopa, puré de papas, pizza comercial y té, nuestro menú esa noche.
El apoyo de mis compañeros y el guía para conmigo, no se hizo esperar, nos despertaríamos muy temprano para emprender camino hacia nuestro destino, ubicado a 5610 msnm. Un frío intenso impidió que pudiera descansar completamente, pero llegada la hora de partir, mochila, arnés, crampones y piolet, listos. Siete de la mañana (unos minutos pasados) Mi vista reposa sobre la imagen de un inmenso cráter, el guía se dirige a mí extendiéndome la mano, a lo que respondo con un “gracias”. Me poso cerca de una cruz ubicada en el lugar y dejo un recuerdo a la montaña, el cual cubro con unas piedras.
Descendemos, paso a paso, realizo una vez más que la montaña no se limita a ser una cumbre, es un todo, es un conjunto de maravillas en su haber; continúo, exclamando al cielo por muchas más montañas a recorrer.
El andar por montañas no terminaba ahí, nos despedimos de Tlachicuca, pueblo que nos acogió durante el paso por el Orizaba, donde unas lindas abuelitas sirvieron algunos de sus platillos en el restaurante Casa Blanca.
Aun nos estaba esperando La Malinche (Matlalcueye, 4420 msnm, desconozco si su nombre se relaciona con la mujer indígena del período de la conquista); Atravesamos un bosque encantador hasta llegar a un arenal que indica que cada vez estamos más cerca de la cima, sin embargo, un fuerte viento impide que lleguemos hasta arriba, nos retiramos, emprendiendo el retorno hacia Apizaco, última parada antes de regresar a nuestro lugar de inicio, Chimalhuacán.
Una familia muy particular, llena de bondad y carisma, nos abrió las puertas de su casa; nuevos amigos, quienes trataron la manera de hacer sentirnos cómodos, como en casa. Muy agradecida con cada uno de ellos.
Culminar el viaje con una visita a Teotihuacán fue mágico, recorrer espacios en los que más de alguno de mis ancestros indígenas visitó.
Mucho por hacer, mucho por aprender, las montañas continúan dándome lecciones. Gracias creación Divina, gracias montaña.